Un título políticamente incorrecto para hablar de lo políticamente correcto.
Este artículo sirvió como base para una publicación del diario Público.es dentro del blog de «El 4º Poder en Red» que se realiza desde el máster de Comunicación, Cultura y Ciudadanías Digitales. Nos alegra mucho ver una publicación de Radios Libres en este Blog. Le la versión en este enlace.
Cuentan, los que conocen Nueva York, que los pasos elevados que salen de la ciudad en dirección a Long Island (zona de veraneo de los ricos en los años 20) se construyeron con sólo tres metros de altura, mientras que en el resto del país son mucho más elevados.
Para nada es un defecto de fábrica o un despiste del arquitecto, al contrario, se edificaron así con una intención muy clara. Resulta que Robert Moses, el artífice de estas obras, los construyó tan bajitos para que sólo los que tenían auto en aquella época (blancos ricos) pudieran acceder al “paraíso”. Esa altura impedía que cualquier bus (donde viajan los negros pobres) que medían más de tres metros se colara en las llamadas “autopistas paisajísticas”.
Esta anécdota la cuenta Langdon Winner en el libro “La ballena y el reactor” 1 para ilustrar como cualquier tecnología (o desarrollo tecnológico) nace con una intencionalidad política.
Winner rebate así la idea de que las tecnologías son neutras y que se pueden usar para el bien o para el mal defendiendo, con ejemplos como el que hemos visto, que desde su concepción tienen una clara intencionalidad.
Cuando una tecnología se desarrolla de forma privativa hay una propósito detrás de esa decisión. Y no, no es proteger el código para que no nos lo roben o dejarlo cerrado para hacer dinero con él.
Las licencias privativas son puentes bajos que impiden que nos acerquemos al “paraíso del conocimiento”. Cuando abogamos porque en las Universidades y colegios se enseñe con herramientas libres, no sólo lo hacemos porque con las privativas estamos determinando a los alumnos a usar este tipo de tecnología en el futuro ganando así consumidores de esa marca. El mayor problema es que “aborregamos” a quienes aprenden. Les mutilamos su capacidad investigativa.
Usar una tablet privativa en una escuela impide que los jóvenes puedan desarrollar una app o un programa propio. Que se atrevan a destripar el código para ver cómo funciona. Que se animen a traducir un software en su idioma originario. Educar en entornos privativos acomoda el intelecto de quienes aprenden, limita su curiosidad científica.
Y esto no tiene que ver con el dinero. Quién aún piense que promover el uso de tecnología libre es pedir que todo sea gratis es que no ha entendido nada. Es cierto que la falta de recursos limita el acceso a muchos “bienes de consumo”, pero eso es otra discusión. Estamos hablando de otro bien intangible mucho más poderoso: el conocimiento.
El conocimiento es poder y cuantos menos accedan a ese conocimiento, menos se reparte el poder.
Winner dice en su libro que “la clase de cosas que tendemos a considerar «meras» entidades tecnológicas se hacen mucho más interesantes y problemáticas si comenzamos a observar la gran influencia que tienen en las condiciones de vida social y moral.” La influencia social que hoy tiene todo lo relacionado con las TIC no es discutible y se equipara a la que tuvieron en su época desarrollos tecnológicos como la imprenta o la máquina de vapor.
Permitir que estas herramientas se privaticen y se mantengan bajo el control de unas pocas empresas genera dependencia en vez de autonomía y limita nuestra movilidad más allá de los “puentes” que no quieren que crucemos.
Justo en estos días está circulando un manifiesto por la ciencia sin patentes que puedes apoyan en esta web.
1 El libro se puede comprar en línea, aunque también hay alguna copia en la red por si quieres ojearlo antes.