Hackers: guerreros de una revolución ética

Un hacktivista sería o bien un hacker que hace activismo político-social o un activista que utiliza métodos y ética hacker.

Publicado originalmente en página PERIODISMO & PROCOMÚN de Susana López-Urrutia bajo Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 3.0. Este artículo se publicó originalmente en Teknautas, de El Confidencial.

“Lo que debería ser público, será público”. Con esta única, contundente y misteriosa cita firmaba Anonymous el pasado lunes la última hazaña del grupo de ciberactivistas: la filtración de la supuesta contabilidad del Partido Popular, desde el año 90 hasta 2011. El suceso ha puesto en boca de todos a la que es, quizás, una de las figuras más polémicas, determinantes e incomprendidas de nuestro tiempo: el hacker. Las ‘#cuentasdelPP’ valieron al enigmático hacker de Anonymous el aplauso silencioso de todos, un excepcional momento de gloria, si tenemos en cuenta la percepción negativa que la sociedad comparte sobre esta figura, percibida –sesgadamente– por el ciudadano de a pie como un ‘pirata’, un ladrón de claves, un ‘espía’ o, en cualquier caso, un ser inquietante y sin muchos escrúpulos. Al otro lado de la verja, en las ‘redes’, el hacker es, sin embargo, un sabio –la etiqueta equivale casi a una mención de honor en ciertas comunidades– inspirado desde hace más de una década por una ética –la “ética hacker”– que hoy cala (a veces hasta los huesos) en disciplinas como la arquitectura, el activismo o la política.

El asunto no es ‘pecata minuta’, ni mucho menos cosa de un puñado de ‘frikis’. La trascendencia del fenómeno –camuflado en una suerte de ‘realidad paralela’ poseedora de un lenguaje propio poco apto para el mortal de a pie– se revela en los detalles: la fiebre en torno a la transparencia y lo ‘open’ (oímos hablar de ‘Universidades abiertas’, ‘Gobierno abierto’, ‘Datos abiertos’, etc); el súbito tirón de verbos como ‘compartir’ (compartimos coche, compartimos nuestras vidas, compartimos espacios de trabajo –coworking–) o el acento en la participación del usuario (término que empieza a preferirse frente a ‘consumidor’), son las marcas de una revolución ‘hacker’ –para los más críticos, una ‘moda’ vacía– que explican (y critican) en este reportaje tres de sus protagonistas en nuestro país: Ricardo Galli (creador de la plataforma Menéame e investigador), Francisco Jurado (licenciado en Derecho, investigador y ‘hacktivista’) y Domenico di Siena (investigador y ‘hackarquitecto’).

Un hacker no es un cracker

Un hacker no es un cracker. Lo cuenta Ricardo Galli, profesor en la Universidad de las Islas Baleares y programador, muy reconocido por haber desarrollado la popular plataforma Menéame –que permite a los usuarios ejercer como editorialistas enviando y promocionando las historias de su elección– hoy una alternativa de peso a las webs de los grandes medios. “Muchas veces se confunde a los hackers con los que se dedican a acceder a ordenadores de forma ilegal o no autorizada, a veces llamados ‘piratas informáticos’”, explica Galli, “pero no es el origen de la palabra, ni su uso habitual en las comunidades de programadores”. “Los hackers, como se los conoce popularmente, son una especie de subcultura informática que se basa en hacer cosas divertidas y diferentes con los programas (u otros objetos)”, puntualiza. El concepto, relata Galli, nació en el MIT (Massachussets Institute of Technology) y cobró vigor con el desarrollo de los movimientos de software libre, que demandan que el código de los programas sea abierto y su modificación y copia, libres. Los miembros de estos movimientos “se referían como hackers a sus mejores programadores, a los que eran capaz de producir código o diseños de alta calidad y que los compartían en su comunidad”. Así lo hizo el propio Galli: el código de Menéame es también abierto y su copia y modificación, libres.

Esta última puntualización es importante. El hacker no sólo es un apasionado de lo que hace y un curioso compulsivo (definido así, entre otros, por el estudioso Pekka Himanen). No todo es jugar. Actúa bajo el amparo de un código ético propio –de contornos y definición difusos– la ‘ética hacker’, que Steven Levy popularizó en su libro del mismo nombre y que Galli resume en principios como “compartir, apertura, descentralización, acceso libre a los ordenadores” o el más ambicioso “mejorar el mundo”, que ahora empapan otras disciplinas que nada tienen que ver con la programación. La ética de la red se expande, también fuera de la pantalla.

Todos podemos ser hackers

Cuando Domenico di Siena –arquitecto, fundador de la agencia ‘Urbano Humano’ e investigador en los ámbitos de diseño social y ‘network thinking’, entre otros– explica qué es un hacker no hace ni una mera mención a la programación: “Los que promovemos esta cultura y esta ética”, cuenta, “olvidamos el ámbito técnico y aplicamos estas prácticas y valores a todo”. ¿Podría un panadero ser hacker? La respuesta de Di Siena es que sí, siempre y cuando convierta su oficio en una pasión movida por unos férreos ideales –los de la ética hacker– encaminados a alimentar el bien común. “Un hacker es un apasionado de lo que hace”, profundiza Di Siena, “actúa desinteresadamente, movido por unas ideas y una ética propias”. Sellos del hacker son, por ejemplo, el gusto por el trabajo colaborativo, la apertura o la accesibilidad –ligadas a aspectos como la transparencia o la opción de difundir y modificar con cierto rango de libertad el trabajo de los otros, para lo que se hace necesario el uso de licencias que limiten los derechos de autor, como las Creative Commons–.

La posibilidad de emular a la figura del hacker no se limita a la red: un ‘hacker’ no necesita un ‘smartphone’. Di Siena insiste especialmente en este punto, despachando la idea de que existan dos mundos, uno ‘virtual’ y otro real. Cuando dejas Internet puedes estar ‘AFK’ (‘away from the keyboard’, ‘fuera del teclado’, un acrónimo popularizado entre los ‘geeks’), pero no ‘ITR’ (‘in the real life’), porque ya lo estabas antes. La red también es real y, por lo mismo, las prácticas y valores que en ella se generan se contagian y se solapan con el ‘mundo real’ hasta hacer ambos contextos indistinguibles: “Vivimos en un contexto híbrido”, explica Di Siena, “la tecnología no es el cacharro que tienes, es un ecosistema”. “Si apagáramos Internet”, insiste, “todo seguiría igual porque quienes han experimentado que compartir o colaborar es bueno lo incorporarán a su vida cotidiana”.

Di Siena enfatiza una cualidad de ese ‘ciudadano hacker’ –que podría ser usted mismo, si se lo propone– la pasión por ‘hacer’, que se ha traducido en fenómenos como el del D.I.Y (‘Do it Yourself’: ‘Hazlo tú mismo’) cada vez con más pegada en nuestra sociedad, como reflejan las últimas ‘modas’ (la vuelta del ganchillo, el tirón de los tutoriales, la fiebre en torno al diseño de bisutería o el gusto por la personalización de zapatillas, helados…). Ese ‘hacer’, explica Di Siena, constituye una forma de posicionamiento político que se manifiesta a través de la “intervención” de la realidad (el ‘hackeo’), que los hackers promueven frente al consumo pasivo, que entienden como una forma de dominación soterrada.

Di Siena, que además es coordinador de ‘ThinkCommons’, –una comunidad que desde el Medialab Prado de Madrid experimenta con estos ideales en ámbitos tan variados como los de la producción audiovisual, la arquitectura o la cocina–, relata su experiencia desde la arquitectura: “Hackear la arquitectura supone plantear un cambio de enfoque respecto a cómo la habíamos entendido hasta ahora. Se trata de entender la arquitectura como un proceso de transformación, y no de generación de productos acabados que no dejan espacio a la intervención del ciudadano”. Para ilustrar este punto Di Siena menciona un proyecto que fue galardonado recientemente por el prestigioso festival Ars Electrónica en la categoría de ‘comunidades digitales’: ‘El campo de la cebada’, en el barrio de la Latina de Madrid. Explica que, aunque se trata de una iniciativa vecinal, el proyecto está en buena parte coordinado por arquitectos. Estos, sin embargo, no se limitan a ofrecer a los vecinos “un producto acabado”, sino que “se integran con la comunidad”, aprenden de ella y le ayudan –como expertos– a asumir un papel activo en la construcción de su entorno. Se trata, en definitiva, de “innovación social” nacida desde la base, desde “abajo”. Una opción que ya ha sido explotada (y con inmenso éxito) desde los movimientos de software libre, que animaban a cualquiera con los conocimientos pertinentes a escribir y compartir código para desarrollar un software cada vez más excelente, por el bien de todos. Hackear implica, en este sentido, abrir espacios para esta ‘inteligencia colectiva’ se desarrolle.

Guerreros tecnológicos: hacktivistas

Si existe un campo de experimentación ‘hacker’ en nuestro país, ese es el movimiento 15-M. Sus activistas no han dejado de innovar, jugando con la tecnología y, sobre todo, los valores y prácticas propios de las comunidades hacker y su ética. Este hermanamiento se manifiesta en el éxito de un perfil muy particular de activista, un tipo de ‘guerrero’ hijo de este siglo XXI que el 15-M ha producido especialmente: el del ‘hacktivista’.

Francisco Jurado, uno de los primeros activistas presentes en la organización de las protestas del 15 de mayo, explica a esta figura así: “Podríamos hablar de un hacker como alguien que aplica algo para un fin distinto del que estaba diseñado, construido o previsto”. Con esta definición como punto de partida, “un hacktivista, sería o bien un hacker que hace activismo político–social o un activista que utiliza métodos y ética hacker”. ¿En qué se traducen estas afirmaciones? Jurado pone algunos ejemplos: “Las prácticas novedosas del 15-M han transformado la manera de entender las huelgas (con propuestas como las huelgas de consumo), el derecho (con iniciativas como Democracia 4.0 o la #OpEuribor, el espacio electoral (con propuestas como el Partido X), las herramientas informáticas (utilizando, por ejemplo, Facebook y Twitter para fines distintos a los previstos en su creación). Por esto, y sin pretensión de englobar todo el 15-M –que sabemos que es difícilmente singularizable– podemos hablar de un movimiento o sistema red que utiliza, habitualmente, prácticas de hackeo en los ámbitos en los que actúa”.

Estas prácticas, que el movimiento 15-M también se ha aplicado a sí mismo (por ejemplo, apostando por la acción colectiva y descentralizada, evitando cualquier tipo de ‘representación’), beben de una serie de valores propios de la ética hacker entre los que Jurado destaca algunos como “el reconocimiento entre semejantes, que no implica la existencia de líderes, sino el reconocimiento del trabajo y el esfuerzo de cualquiera, desde sus iguales” (meritocracia); la accesibilidad, “tanto a derechos como la salud o la educación, como a Internet, a las cuentas públicas, al espacio público…”; la apuesta por el conocimiento libre, “una de las banderas del 15-M” o la libertad de acción de sus miembros, que se traduce “la manera proactiva de consensuar, esto es, lanzar libremente iniciativas cuya aprobación obedece no a una votación, sino a la implicación y seguimiento [voluntarios] de la gente”, explica.

Jurado, que es abogado de profesión, forma equipo con Juan Moreno Yagüe (Sevilla), ambos son reconocidos en el movimiento como los ‘hackbogados’. ¿Qué significa ‘hackear la abogacía’? Jurado explica: “El ‘hacktivismo jurídico’ vendría a combatir patologías del derecho como el rigorismo legalista o su aplicación tautológica, es decir, aplicar la ley porque es ley, sin cuestionarse su función social, la equidad. Hoy día, cuando el derecho está siendo utilizado por el poder para autolegitimarse, supone una novedosa herramienta, tanto de defensa como de ataque a estas élites”.

Ojo con el ‘internetcentrismo’

El hacker está de moda. No cabe duda de ello, y sin embargo, hay quien contempla con cierto escepticismo esta aparente ‘revolución’. Una de esas personas es Ricardo Gallí, que aunque admite que “el software libre ha sido todo un éxito, y ha ayudado a tener una Internet abierta y sin discriminaciones” objeta que “no está claro que sus valores y características deban ser aplicados a todos los aspectos de nuestra sociedad” y critica que estos movimientos pecan de cierto ‘Internet centrismo’, o lo que es lo mismo, de asumir que “lo que es bueno para Internet es bueno para la sociedad, porque sí, y punto”. Además, Galli también cree que se ha abusado de ciertos “palabros tecno–cool”: “Cada vez que leo algo que comienza con “hackear algo”, “AlgoP2P”, “empoderar”, “influencers”, “paradigma” o “tecnoactivismo” cambio de lectura rápidamente. Me están vendiendo humo, es un flipadillo que descubrió un palabro nuevo y no me enseñará nada valioso”, sentencia.

Domenico di Siena se confiesa consciente de la ‘moda’ desatada en torno a estos conceptos, moda que ha llegado incluso a los políticos: “Algunos han empezado a incorporar conceptos como el de ‘procomún’ a sus discursos. Lo hacen de forma distorsionada, pero no me preocupa”, afirma. “Cambiar el lenguaje es muy importante, aunque haya quien lo haga por moda. Lo malo no ofusca lo que está bien hecho, que es lo que genera la capacidad de empoderamiento. Para que en la Universidad se hable de OpenGovernment o OpenData viene bien que un político hable de ello, aunque no sepa lo que es”, reflexiona, y culmina su razonamiento: “El hacker (antes) era un cracker. El malo ahora es el bueno y nosotros estamos hablando de esto, aunque la concepción errónea siga ahí. Hemos generado una conversación que antes no hubiera existido”. Son este tipo de ‘pistas’ las que, para Di Siena, prueban que no estamos, ni mucho menos, ante una fiebre pasajera o un pasatiempo ‘geek’: “No somos ‘frikis’”, insiste una y otra vez, “estamos generando [una nueva] cultura”.

Hackers: guerreros de una revolución ética

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