Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
Les voy a contar un cuento que, como todo cuento, comienza con…
Érase una vez, en un recóndito y alejado lugar del reino, una modesta Universidad en la que sus estudiantes eran felices y comían perdices, y aprendían guiados por un entusiasta equipo de docentes.
La vida era apacible y tranquila hasta que un pequeño, inconforme, e intrépido grupo promovió la loca aventura de ¡migrar a software libre! No imaginaban los confabuladores que la hazaña que emprenderían sería mucho más arriesgada que vencer a un temible ogro o a un feroz dragón.
A pesar de lo extraño de la propuesta, fue aceptada con agrado en la mesa redonda donde se tomaban las decisiones en la Universidad. Dieron el visto bueno y en seguida se comenzó diseñar el plan de migración, para abandonar los reinos privativos del software y abrazar las banderas de la libertad.
Pero, como en todos los cuentos, cuando las cosas comienzan a marchar bien aparecen los problemas.
—¡Qué atrevimiento, qué afrenta, qué descaro!—, pensaron los Señores del Software Privativo, que llevaban años vendiendo software a esta Universidad. —¡Esto es una rebelión! ¡Quieren dejar de pagar! ¿Qué es eso de querer “abrazar la libertad”?—.
Los Señores del Software Privativo debatieron por horas qué medidas tomar. Los más moderados propusieron retar a un duelo a las autoridades de la Universidad por esta afrenta. Los más jóvenes e impetuosos propusieron medidas más radicales como quemar en la hoguera a los instigadores de la rebelión o echarlos al foso de los cocodrilos. Pero la cordura se impuso y uno de los caballeros más ancianos, sin levantar mucho la voz, zanjó la discusión proponiendo:
—Hagamos algo más sutil, dejemos que sean ellos quienes reviertan su propia decisión.
Los demás caballeros quedaron perplejos y comenzaron a cuchichear en pequeños grupitos cómo podrían lograr aquello. Pero la fama que precedía al anciano y su amplia experiencia impidió que nadie se atreviera a contradecirlo.
Tres lunas después los Señores del Software Privativo se presentaron en la Universidad para poner punto y final a su descarado desafío. A lomos de sus caballos, varios de los señores escoltaban el carruaje donde, absorto en sus pensamientos, viajaba el anciano presidiendo la comitiva.
Las autoridades de la Universidad, asomadas a la ventana, observaban expectantes como los Señores se acercaban. Sabían de su visita pero desconocían los motivos de la misma, aunque obviamente lo sospechaban. Hasta ese momento, la Universidad adquiría varias licencias al año para sus computadoras, aunque era un monto insignificante en comparación con los inmensos ingresos que obtenían los Señores del Software Privativo con las ventas en todos sus reinos. Nunca imaginaron que la decisión de no volver a comprar más licencias sería interpretado como una sublevación. En realidad, no era un problema de dinero. El enfadó de los Señores lo provocó el acto de rebelión, el descaro de pensar que podrían tomar una decisión así sin sufrir las consecuencias.
Las autoridades de la Universidad recibieron en el salón principal al anciano y su comitiva. Hubo un tenso silencio que interrumpió el anciano con su tono contundente y ceremonioso. Sin preámbulos, fue al grano y dijo:
—Creo que saben por qué estamos aquí. Nos hemos enterado de la decisión que han tomado. Como comprenderán, nos parece muy atrevido pero,…— hizo una breve pausa y afirmó—lo respetamos.
El mandamás de la Universidad sonrió satisfecho y se dispuso a tomar la palabra para responderle, aunque al anciano, al verlo, levantó su arrugada mano para indicarle que aún no había terminado y continuó sin dejarlo hablar:
—Sólo queremos recordarles que antes de iniciar esta migración a eso que ustedes llaman “libertad” tiene que saldar sus cuentas con nosotros y reintegrar todo lo que nos deben.
—¿Lo que les debemos?—titubeó el rector—.Disculpe su merced, no sabemos a qué se refiere. Hemos consultado con el contable del reino y no tenemos ninguna cuenta pendiente.
—¡Se equivocan!—respondió tajantemente el anciano, mientras indicaba a uno de los caballeros que le trajera un gran libro decorado con una rosa de cuatro colores. Lo abrió y señalando una de las hojas continuó.
—Según consta en nuestros archivos ustedes pagaron por 100 licencias para la Universidad. Sin embargo, como bien saben, han estado usando estas licencias en muchas más computadoras. Un acto intolerable y a todas luces ilegal. Hemos consultado con los jueces del reino y tenemos derecho a cobrar por ese uso ilegal, además, con carácter retroactivo por todos los años que llevan haciendo esto. Nuestros cálculos indican que la suma asciende a…
Giró el libro y se lo mostró a las autoridades que comenzaron a contar la larga cifra de ceros. No terminaron. Se miraron entre ellos con caras de desconcierto. El anciano cerró el libro, se levantó ayudado por uno de los caballeros y, sin despedirse, salió con todo su séquito, dejando la sala en absoluto silencio.
A la mañana siguiente en todos los arboles del reino apareció pegado un bando en el que se podía leer la decisión irrevocable de suspender la soñada migración tecnológica hacia la libertad. Fueron pocas las voces que se atrevieron a replicar. Todo el reino sabía que desafiar a los Señores del Software Privativo tenía su precio. Un precio demasiado alto para esta modesta Universidad.
Esta historia no me pasó a mí, se la escuché a un juglar que sí estuvo allí y que desde entonces recorre el mundo animando a los sumisos súbditos de los reinos privativos a luchar por su libertad. A provocarlos preguntando qué sucedería si fuesen todas las Universidades del reino las que se declararan en rebeldía. Cuenten esta historia a quien la quiera escuchar. Quizás en algún momento logremos que tenga un final feliz.